Estoy constantemente incómoda, ya que no estoy dispuesta a disfrutar sin culpa de un mundo donde el ser humano se siente orgulloso de hacer daño a los de su misma especie, donde le es fácil adentrarse en la neblina del privilegio y disfruta criticando a los demás sin darse cuenta de que la mierda que busca en los otros es la misma que no quiere encontrar en sí mismo.
Yo no pertenezco a ese mundo, así que, antes de irme, intento cambiarlo para poder decir, aunque sea de muerta, que en algún momento pertenecí a él.
Se dice que, gracias a la contaminación, el planeta se convertirá en un lugar inhabitable, pero para mí, ya lo es.
Me encuentro a diario rodeada de podredumbre, intentando salvar los pocos sentires reciclables que quedan.
Y no te confundas: dentro de todo este sentir caótico, puedo llamarme a mí misma una persona optimista, porque encuentro el optimismo como un don sagrado que todos tenemos, pero pocos usamos.
Aun así, respiro miedo, ya que me resulta realmente difícil disfrutar de una brisa fresca que es sintética cuando todos estamos ardiendo en llamas.
Y es que no me voy a dejar consumir, porque conozco lo que es la bondad; crecí con ella. Me alimenta desde que nací y me convirtió en un ser de fe.
Convivo con la bondad a diario. No siempre logro darme cuenta de que está frente a mí, pero la siento.
La siento cuando alguien abandona algo de sí para dárselo a otro, aun sabiendo que él mismo lo necesita, pero reconociendo que la otra persona lo necesita más.
La bondad es algo casi imperceptible, porque la paz es silenciosa, pero la guerra hace un ruido brutal.
Es más fácil escuchar el daño, y se necesita una fuerza inmensa para oír el silencio entre tanto ruido.
Así que me voy a quedar en esta posición incómoda, esperando que un día pueda escuchar ese silencio que tanto anhelo.